No es extraño como mujer encontrarse en esa situación incómoda en la que un hombre realiza algún tipo de comentario basado en el comportamiento “típico de una mujer”, cuando se va manejando por las calles y un hombre apunta cualquier imprudencia alegando a que la culpa la tiene “por ser mujer”, cuando en un restaurante se expresa que la orden está mal o que se está proveyendo un mal servicio y de repente la queja se debe a que “es mujer, por eso es muy sentimental”.
Otro ejemplo, es cuando un vigilante en alguna local señala de manera exagerada el cómo debería parquearse el auto y si se tardan, aunque sean unos segundos extra “perdónenla y ténganle paciencia: es que es mujer”.
Un salón de clases no es diferente, un espacio académico no es ajeno a generar un escenario que provoca esa sensación de impotencia que conlleva el ser mujer.
Al contrario, la amenaza a la seguridad emocional, la subestimación del intelecto, los estereotipos de género, el lenguaje sexista, la construcción de la masculinidad por parte de los académicos y la celebración de esta por parte de los estudiantes son situaciones que se viven a diario.
Desde temprano, a una mujer se le hace saber que debe tener en cuenta que no llegará muy lejos porque los mejores puestos ya están tomados, que no espere ganar el mismo salario que un hombre al graduarse o encontrar trabajo siquiera, que será tema de cuestión el por qué escogió “una carrera para hombres”; esto y más da paso a un obvio desequilibrio de poder que puede evidenciarse desde los comentarios micromachistas en alguna cátedra impartida, hasta el extremo del acoso no solo por parte de los estudiantes, sino también por los docentes. Temas que para una mujer no son indiferentes y pueden destruir cualquier esperanza de superación.
Lastimosamente, al hablar de centros de educación superior hablamos de una cuna de desigualdad de género inmensa, en un lugar donde las mujeres esperan un espacio seguro para poder seguir construyéndose, se encuentra un círculo social misógino que no ofrece ni un poco menos de la inseguridad que una mujer experimenta estando sola en algún callejón oscuro del país.
El Salvador es muy conocido por este aspecto, el desequilibrio de poder es grande, se sabe por la historia que los hombres siempre fueron privilegiados de tener educación mucho antes que las mujeres siquiera desearan aprender a leer.
Sabiendo que esto ha perseverado por siglos es desalentador, en un país tan pequeño poco ha sido el avance, la promoción de equidad de género en las universidades es pobre, con bajas expectativas y cero resultados, es de parecer que estas iniciativas se hacen más con el objetivo de construir una buena imagen institucional que de apoyar la causa. Un 87.5% de la población femenina ha sido víctima de discriminación de género en una universidad en el país de El Salvador del cual un 46% ha escalado a violencia de género (Rodríguez, 2021).
Entonces, ¿realmente algo tan cotidiano como asistir a una cátedra es una forma de desigualdad de género (in)visible? La obvia respuesta es no, cada día las mujeres deben de enfrentarse a esta realidad, vivirla y soportarla, porque para las instituciones esto no es lo suficientemente visible como para darle la prioridad que merece y no proporcionan los recursos necesarios para enfrentarla.